La obscena campaña de demolición post-mortem de Alberto Nisman, diseñada en el Gobierno y ejecutada por actores de muy alta calificación, empezando por la propia Presidenta, intenta mantener vivo –en términos políticos– al fiscal cuya muerte violenta mancha irremediablemente, y para siempre, el tramo final del gobierno de Cristina Kirchner.
Se lo mantiene vivo para difamarlo, se busca destruir su persona para refutar sus acusaciones de encubrimiento a Irán en el ataque a la AMIA, como si esa denuncia postrera de Nisman no fuese tan aleatoria y necesitada de pruebas firmes para ser sostenida.
“Lo usaron vivo y después lo necesitaban muerto”, escribió la Presidenta en su segunda carta sobre el caso el 22 de enero, esbozando una fabulosa conspiración en su contra. Para contrarrestar ese supuesto ahora se lo necesita vivo.
Se pretende ignorar la muerte de Nisman porque no se puede hacer propaganda contra un muerto, así como no se le podía ganar una elección a una viuda reciente. Entonces todo vale.
Se lo acusó de conspirador y de haber buscado con su denuncia “un efecto político desestabilizador”, en una solicitada del Gobierno publicada el miércoles. Se lo tildó canallescamente de borracho, ese mismo día, en un sitio de noticias que depende del Ministerio de Justicia y que ayer pidió perdón por el error echándole la culpa a otros. La misma Presidenta había insinuado de modo profundamente discriminatorio, en su primer mensaje por cadena nacional, la existencia de una relación íntima entre Nisman y su colaborador, el imputado Diego Lagomarsino. Como estas obscenidades hubo varias más.
Vale la pena remarcarlo: la denuncia de Nisman contra Cristina, el canciller Héctor Timerman y compañía, por encubrimiento en el atentado de la AMIA, está lejos todavía de tener elementos sólidos para sostenerse. Quizá nunca los tenga, quizás sí. De aquí en adelante todo depende de lo que decida la Sala I de la Cámara Federal cuando resuelva si acepta o rechaza la apelación del fiscal Gerardo Pollicita a la decisión del juez federal Daniel Rafecas, quien una semana atrás desestimó de modo compacto y absoluto toda la presentación de Nisman.
La resolución de Rafecas se había interpretado en los tribunales como una salida política oportuna, un alivio en un momento de extrema tensión entre el Gobierno y el Poder Judicial. Igual, entre colegas de Rafecas se remarcó el carácter inusual del rechazo total a los pedidos de prueba hechos por un fiscal general.
Allí se espera ahora que los camaristas Ballestero, Farah y Freiler acepten la petición del fiscal Pollicita, declaren nula la decisión del juez Rafecas y ordenen realizar las pruebas para ver si Cristina debe ser investigada. Podrían además apartar a Rafecas del caso.
“Es muy difícil que los camaristas asuman el costo político de convalidar el cierre de esta causa sin investigar”, dice un viejo zorro de la Justicia federal. Pero se cura en salud: “Con la Sala I nunca se sabe...”. Esos camaristas habían cultivado cierta fama de afines a la Casa Rosada; aunque fallos recientes, como la inconstitucionalidad del oscuro pacto con Irán, disolverían en buena parte aquella presunción.
Lo que allí estará en juego es el aspecto judicial de este caso escandaloso. Pero el hecho que supera toda otra circunstancia es la muerte de Nisman. Es lo que perdura y pesa gravemente en términos políticos sobre la Presidenta y su gobierno. Más, cuando se tiene la impresión de que mucho de lo hecho desde que el fiscal fue encontrado muerto se orientó a confundir, distraer, desviar, diluir toda posibilidad de esclarecimiento de su muerte.
Su ex esposa, la jueza Sandra Arroyo Salgado, ayer sostuvo –respaldada por el informe de un muy calificado equipo forense– que a Nisman lo mataron, que agonizó varias horas luego de recibir un disparo en la cabeza, que su cuerpo fue movido antes de que lo encontraran tirado en el baño de su departamento.
El informe de Arroyo Salgado cuestiona profundamente lo que hasta ahora es la historia oficial de la muerte de Nisman. No es en sí mismo la verdad, sino sólo una hipótesis que debe ser corroborada. Aunque suena coherente frente al desbarajuste, las contradicciones y los insondables agujeros negros en la investigación que lleva la bien intencionada fiscal Viviana Fein.
La pesquisa oficial ya acumula casi siete semanas sin poder comprobar la hipótesis inicial del suicidio. En ese tiempo se acumularon pruebas sobre el descontrol de la escena de la muerte de Nisman, lo que abre espacio a todas las sospechas. Varias de ellas están contenidas en el informe de Arroyo Salgado, que ya forma parte del expediente.
Un juez federal que viene siguiendo con detalle el caso interpretaba anoche que las afirmaciones de su colega Arroyo Salgado “si se sostienen técnicamente son una bomba de neutrones”. Y se preguntaba si “el oficialismo o la oposición tendrán una respuesta” coherente frente a la conmoción que podría suponer la certeza del asesinato de Nisman.
Esa certeza ya está anidada en vastos sectores sociales, según muestran los sondeos de opinión. La responsabilidad, inevitable, recae en el Gobierno, que tan poco y tan mal parece estar auxiliando a la Justicia en esta investigación.
Alrededor de la denuncia y de la muerte de Nisman se mueven competencias y conspiraciones sordas entre jefes y agentes de inteligencia. Algunos permanecieron más de diez años al servicio del kirchnerismo como el ahora defenestrado Jaime Stiuso, un pez gordo que el Gobierno todavía no consigue terminar de sacar del agua. Otros siguen obedeciendo de alguna manera oblicua a la Casa Rosada, mientras un viento de fronda barre las estructuras de la vieja SIDE, ahora devenida en Agencia Federal de Inteligencia.
Al amparo de esa reforma poco más que formal, timoneada por el fiel secretario kirchnerista Oscar Parrilli, se está propiciando el salto en paracaídas de centenares de nuevos agentes, designados por las estructuras políticas del oficialismo. La idea es que esos hombres y mujeres queden sembrados en las estructuras de inteligencia más allá del cambio de gobierno en diciembre. La oposición ya anunció que, si le toca gobernar, revisará todos esos nombramientos. Se dice fácil, después hay que hacerlo.
Se habla sobre todo del aporte que estaría haciendo La Cámpora a esa estratégica ocupación de territorio. Pero no es justo demonizar a la agrupación que conduce Máximo Kirchner, porque la llegada de esos agentes de inteligencia de última hora reconoce también otros afluentes internos.
Movimientos sociales que orbitan en el universo kirchnerista estarían enviando a sus postulantes. Una fuente partidaria oficialista de alto nivel aseguró a Clarín que a los intendentes fieles del Gran Buenos Aires les están pidiendo listas de nombres de confianza para incorporar a las oficinas del espionaje. Y hasta el inoxidable ministro Julio De Vido habría colectado un pelotón de cuadros propios para enviar a la flamante Agencia, comandados por un colaborador suyo de extrema cercanía.
Ese es el tenor y la calidad de los espías que el oficialismo espera dejar atornillados cuando llegue el cambio de mando. Es parte del caramelo envenenado que la Presidenta le dejará de regalo a su sucesor.
Pero con reforma y desembarco militante incluidos, el recelo de Cristina a la estructura del espionaje estatal no parece haber cambiado. A los expertos no dejó de resultarles llamativo que la Presidenta haya concurrido el domingo pasado a inaugurar las sesiones del Congreso rodeada por un anillo de custodios formado por personal del Ejército, no de la Policía Federal. Esos hombres, flor y nata de la inteligencia militar, están bajo órdenes directas del teniente general César Milani, su verdadero hombre de confianza.
AMIA, Nisman, SIDE, Stiuso, Milani, Cristina. Son nombres del drama que nos ocupa. Sujetos de una política que se empeña en ser circular, y que parece así condenada a repetirse a sí misma.