Ha sonado otra hora. No se trata simplemente de una hora electoral, aunque ese momento no pueda desperdiciarse. Se trata de recuperar el perdido horizonte igualitarista. Si la izquierda lo abandona, deja de ser izquierda. Escribo la palabra horizonte precisamente porque se trata de una dirección hacia la que se avanza, evaluados todos los obstáculos que son, hasta hoy, más poderosos que las fuerzas dispuestas a sostener esa marcha. No es, por cierto, una dirección utópica. Es el reconocimiento de que, sin ese horizonte de igualdad, no habrá sentido para la izquierda. Los indignados, los que ocupan las plazas, los que reclaman, lo hacen movidos por el sentimiento de terminar con las injusticias. Carecen de políticas. Las reivindicaciones sociales rechazan la forma política y en ese rechazo encuentran su legitimidad. Revivir la política es ir a contracorriente.
Los políticos no saben qué hacer dentro de este espacio inhóspito. No pueden correr atrás de los hechos que otros generan en las plazas o las calles ni convertirse en un grupo más de indignados. No pueden contemplar el piquete ni moderarlo. Su deber es solucionar aquello que las movilizaciones y el piquete muestran como herida. El deber de la hora es pensar un sistema de traducción entre la indignación moral y la transformación real.
Si la izquierda quiere entusiasmar y entusiasmarse no puede ser solamente la administradora técnica de lo que el mercado no provee o provee mal. La izquierda no es una nueva tecnología (prolija y honrada) de la política, sino una nueva alternativa para distribuir los bienes comunes.
El éxito del kirchnerismo no se sustentó en su sabiduría técnica sino en su capacidad para presentarse como lo alternativo a lo existente. Fue una falsedad y la actual decadencia del kirchnerismo lo reafirma. Pero en algo acertó: supo convencer a muchos que sus iniciativas caóticas, dispendiosas, arbitrarias equivalían a una redistribución. Y generó una maraña estatal-privada donde la sospecha de corrupción afecta a todos los políticos.
Por eso, no hay solución reformista en este punto. Lo primero es un compromiso: los hechos de corrupción de los últimos años serán juzgados. Este compromiso no obliga a empezar con el acuerdo de todo el mundo. Por el contrario, es necesario expresarlo primero, recoger la bandera y forzar el acuerdo. La izquierda tiene que comprometerse a garantizar los juicios y, luego, que se sumen los que no quieran aparecer como la última defensa de un grupo repudiable. Hay que declararlo ya mismo, de la manera más nítida. A partir de este fundamento moral, la izquierda tiene que pensar nuevamente el Estado.
No hay otro instrumento tan destruido ni tan potencialmente poderoso. Los vecinos de un barrio contaminado pueden protestar hasta desgañitarse. Pero si no interviene el Estado sus hijos seguirán viviendo en el barro producido por las fábricas y los basurales. La sociedad es fuerte si se organiza, pero el Estado debe ser su brazo. Durante demasiado tiempo ha sido el brazo de las camarillas burocráticas y de los grandes poderes fácticos.
El Estado argentino es un sistema enorme, caro e ineficaz, atravesado por los intereses corporativos de sus burocracias, colonizado por los intereses económicos capitalistas, perforado por su ineficiencia y por la corrupción. Por eso, junto con la reforma impositiva, el Estado debe ser el gran instrumento de una política de izquierda.
El primer error es el estatismo, que se sostiene en la creencia de que el Estado es invariablemente mejor siempre y en todas las actividades. El Estado no siempre es mejor en todo, pero muchas veces es mejor que el mercado en muchas áreas. Desacreditar al Estado fue la ideología noventista que, además, quiso convertirlo en lo que en varios países se denomina hoy un Estado mafioso. Afirmar que es siempre y universalmente bueno es su reflejo simétrico. Acá se abre un capítulo técnico: cómo decidir dónde el Estado es indispensable y cuál es su forma.
El Estado argentino es inmenso y ha crecido como dador de trabajo, sobre todo en las provincias más pobres y en las más pobladas (donde se necesitan más bienes públicos). Pero es ineficaz. Una de las razones de su ineficacia es la ausencia de un contrato con los trabajadores públicos. Sin un nuevo pacto, que incluya a los maestros, a los profesionales de la salud y el transporte en primer lugar, lo que el Estado distribuye son bienes de segunda y tercera clase. Bienes de pobres para pobres.
El Estado tiene el deber de intervenir en el foco de un problema nacional. Llamemos a ese problema la Villa Miseria, donde puede leerse la constelación de las grandes cuestiones: inseguridad, redes capilares del narcotráfico, santuarios del delito, ausencia de instituciones públicas, deformación y degradación del territorio, condiciones hostiles a la vida. Allí la izquierda debe hacer su apuesta transformadora. Y convencer a las capas medias de que su propia vida será mejor y sus bienes estarán más a salvo, en un país donde la vida desnuda no esté invariablemente al borde de la enfermedad, la indefensión o la muerte.
El presente artículo se publica por gentileza del diario socialista La Vanguardia