De a poco, Cristina va recuperando su pasión discursiva. La Presidenta pronunció anoche tres discursos consecutivos: uno en cadena nacional, en el que anunció subas de jubilaciones y de la ayuda escolar. Y otros dos para los militantes kirchneristas que televisó la prensa oficial. Aprovechó la tormenta de adjetivos que tan bien maneja para sacudir a empresarios, sindicalistas y economistas. Sin embargo, la definición más inquietante que se escuchó en la Casa Rosada la había deslizado un rato antes el ministro Florencio Randazzo: “No se ilusionen, no nos vamos a ir antes...”, desafió, poniéndole palabras al gran temor que recorre al poder en la Argentina cada vez que un gobierno transita sus años de pato rengo.
Curtido en el barro siempre blando del peronismo y ya con demasiados años en el poder, nadie podrá decir que Randazzo dijo lo que dijo por ingenuidad. Interpretaciones hubo para todos los gustos. Según a quien se consultara, se trató de un rapto sincero de fidelidad a la Presidenta o de un rapto de traición para instalar un concepto que dejaría a Cristina en una situación de debilidad parecida a las que sufrieron en su momento Raúl Alfonsín o Fernando De la Rúa. La lógica política indica, de todos modos, que el ministro de Transporte le estaba respondiendo con su frase a ciertos dirigentes peronistas que juegan en las redes sociales a criticar muy duro al Gobierno. El diputado Jorge Yoma (@negroyoma en twitter) es quizás el más divertido y desenfadado de todos ellos.
Más allá de la anécdota, el desafío público de Randazzó deja al descubierto el creciente grado de enfrentamiento que va nublando el cielo del peronismo. Porque es en el partido gobernante donde se juega el partido conspirativo de la transición. Sin dudas, las batallas de fondo son dos y hegemonizan la atención de la dirigencia. En el ring puramente económico, el ministro de Economía, Axel Kicillof, y el presidente del Banco Central, Juan Carlos Fábrega, mantienen una pulseada diaria con eje en la estrategia cambiaria. El primero no quiere llevar su deserción devaluatoria más allá de los 8 pesos en los que clavó el dólar oficial. Pero al jefe de la entidad monetaria, le cierra más un dólar oficial que se deslice al ritmo de la inflación para no tener que echar mano a otra devaluación en poco tiempo. Y ése sería un trance demasiado peligroso.
La otra batalla es más política, más silenciosa pero mucho más cruel. Y es la que disputan el cascoteado jefe de gabinete, Jorge Capitanich, y el empoderado (para decirlo en la fantástica jerga cristinista) secretario Legal y Técnico, Carlos Zaninni. El chaqueño se expone brutalmente cada mañana al enfrentar los micrófonos y combina el acierto de las explicaciones de gestión que faltaban en el kirchnerismo con bravatas y errores demasiado costosos para este tiempo cuesta abajo. El cordobés maoísta que cena con la Presidenta arrancó con un triunfo espectacular (obligó a Capitanich a decapitar al peronista José Manuel De la Sota durante los saqueos) pero sabe que tiene enfrente a un rival de madera dura. Si la inflación y el fantasma de la recesión no amenazaran al país adolescente, estas peleas serían apenas el aperitivo ideal de cualquier charla de bar. Pero suceden mientras la Argentina se entusiasma otra vez con acercarse al borde del precipicio.
