Una ola de psicosis prenuncia una ola de saqueos. Como si los depredadores, cada 19 y 20 de diciembre, conmemoraran sus propias efemérides en una exquisita combinación de civilización y barbarie. Varios de los gobernadores que sofocaron los motines policiales con salariazos impagables estudian ahora la emisión de bonos para cumplir los compromisos. Jorge Capitanich propuso cortes de energía programados. Cristina Kirchnerpregunta a sus ministros si tienen "alguna idea" de cómo alentar el ingreso de divisas, mientrasAxel Kicillof busca dólares como si fuera un rabdomante. 2013 imita a 2001. Pero entre la copia y el modelo hay una diferencia sustantiva. La crisis de este año no es una crisis desatada. Es una crisis construida. Ésa es la razón por la que flota en el ambiente algo artificial. Como si fuera un simulacro.
Desde hace cinco días, el teniente coronel Sergio Berni, Guillermo Montenegro y Alejandro Granados coordinan fuerzas para neutralizar los pillajes que puedan producirse hoy y mañana en el área metropolitana. Los intendentes que rodean a Sergio Massa reforzaron con 1000 pesos el sueldo de los policías y acopian toneladas de comida previendo una ola de arrebatos. Daniel Scioli forzó donaciones de los supermercadistas para refrenar el latrocinio. La paranoia está extendida. Ayer por la tarde corrió el rumor de que había bandas arrasando locales en Once y el Abasto. Pero sólo se registraron algunos carteristas más que de costumbre. Hubo temores más justificados: los municipales que limpiaban las márgenes del Riachuelo fueron desalojados por patotas sin control. La política exhibe en estas horas con más énfasis un signo de los tiempos: el miedo de los dirigentes a los dirigidos.
El día había comenzado con Capitanich dando una sorpresa: anunció que se programarían los cortes de energía. La idea es un producto inconfundible de su cabeza matricial. Alguien que, como el jefe de Gabinete, al cabo de un partido de fútbol, soñó con "modelizar la optimización del uso del espacio físico en el rectángulo de juego para determinar el rendimiento marginal decreciente de cada miembro del equipo" puede quedar hipnotizado ante la posibilidad de determinar, sobre la gigantesca cuadrícula del conurbano, la carga eléctrica de los cables según el paso de las horas.
De Vido, que diez días atrás había calificado la programación de cortes como "una locura", desmintió a su superior Capitanich. El ministro pide hablar de "cortes preventivos". Para él, anticipar las interrupciones del servicio es admitir la existencia de una crisis energética. Algo impensable para un gobierno que dinamitó el Indec para ocultar el nivel de la inflación. Además, las suspensiones deliberadas serían competencia del Gobierno. En cambio, los apagones aleatorios se seguirán imputando a las empresas.
La salida sugerida por Capitanich es, sin embargo, la correcta. Sobre todo porque el Gobierno está frente a un dilema: o suspende el suministro a las familias o sigue interrumpiendo el de la industria, con la consecuente caída en el nivel de actividad. La producción industrial de noviembre creció, según el índice desestacionalizado de Fiel, un modestísimo 0,2% respecto del mismo mes de 2012.
Para abordar este inconveniente, De Vido recomendó "hacer un uso racional de la energía". Es una propuesta paradójica. Si la energía está casi regalada, el uso racional es no apagar el aire acondicionado en los días de calor. Pero la solución de Capitanich, coordinar interrupciones, viola un principio cardinal del populismo: la fantasía de controlar al mismo tiempo precios y cantidades. La realidad tiene otras ideas: o aumentan los precios o se reduce el abastecimiento. Como Cristina Kirchner descarta la primera alternativa por temor a protestas y saqueos, Capitanich optó por la segunda. Pero también se la prohibieron. La energía sigue poniendo en jaque al kirchnerismo.
Los cortes "programados" de Capitanich, o los "preventivos" de De Vido, significan la extensión del cepo cambiario a los consumidores de electricidad. La prohibición de comprar dólares comenzó afectando a los que atesoraban billetes, y siguió por los que adquieren cosas que se hacen con dólares: autos de alta gama, viajes internacionales, bienes comprados en el exterior por Internet. Como la energía está cada vez más hecha de dólares, también habrá que restringirla. Este año se importaron combustibles por 13.000 millones y Kicillof anunció, en un discurso sobre la inminencia del autoabastecimiento, que el año próximo habrá que comprar en el exterior un 12% más.
Enrique Valiente Noailles publicó ayer en LA NACION una interesantísima columna sobre la tendencia de la sociedad argentina a la repetición. Observa que "en los pliegues del presente aparece una y otra vez el déjà vu". Al cabo de 12 años, el país vuelve a sacudirse con una tormenta económica. Pero, a diferencia de 2001, ésta de 2013 no está determinada por las circunstancias. Es la consecuencia de una política que asombra por su sistematicidad.
En 2001, la tasa de corto plazo de Estados Unidos era del 5%. En la actualidad es de 0,5%. El precio de la tonelada de soja en Chicago a comienzos del siglo era de 147 dólares. En estos días están en 495 dólares. En 2001, el flujo de dólares hacia los países emergentes se había estrangulado por la crisis del sudeste asiático y el default de la deuda rusa. La Argentina había sufrido, además, la devaluación brasileña. Hoy, Kicillof ofrece un espectáculo rarísimo: está desesperado por conseguir dólares en un mundo en el que sobran.
Que la crisis de 2001 fue inevitable se puede refutar observando que también la convertibilidad fue construida. Pero es innegable que las circunstancias objetivas de aquel año eran adversas. La rareza de la crisis actual es su contexto de bonanza. No es el resultado de las enfermedades del paciente. Se debe a la torpeza de los médicos. En su base actúan la negación de la inflación, el retraso cambiario y la demagogia energética, que se relacionan entre sí.
Hasta Guillermo Moreno terminó por admitirlo. Encerrado en su departamento -no quiere irse a Italia-, se desahoga con los peronistas que van a saludarlo: despotrica contra la señora de Kirchner, maldice al "traidor de Augusto Costa", culpa de los descalabros económicos al "cepo de Mercedes Marcó del Pont" y pronostica: "Esto estalla en marzo".
La política ofrece algún aire de familia con la de 2001. Entonces como ahora, el gobierno viene de una derrota electoral, con un presidente semiausente que, refugiado en la familia y aconsejado por su hijo, se aferra a una receta y reacciona con lentitud ante los inconvenientes. Pero el país de 2001, el de la abstención electoral y el "que se vayan todos", todavía contaba con líderes capaces de alinear a una parte más o menos aceptable de la dirigencia. Alfonsín, Menem, Duhalde, algún otro. El país de 2013 es una colección interminable de candidatos. Todos aspiran a la presidencia. Pero ninguno garantiza la formación de un mínimo consenso.
Hay otra diferencia entre el malestar de este año y el de 2001. Es "el relato". Es la distancia entre Ricardo López Murphy predicando una caída nominal de los salarios y Kicillof ufanándose de vivir "una gran prosperidad" mientras intenta reprimir las paritarias.
La exposición del jefe de Gabinete todas las mañanas hace más notoria la insuficiencia discursiva del Gobierno. Ayer, Capitanich se quejó de que se investigue la corrupción de los funcionarios y no la de los empresarios. Se refería a las publicaciones de Hugo Alconada Mon sobre el contubernio de Lázaro Báez con la familia Kirchner. Capitanich olvida la diferencia que existe entre el dinero público y el privado. Pero también ignora que Báez, además de todo, es un empresario.
El jefe de Gabinete debería ensayar sus argumentos antes de enfrentar al periodismo. Ayer ilustró su tesis sobre la inconducta de los hombres de negocios arguyendo la "apropiación extorsiva de Papel Prensa por parte de grupos concentrados". Fue un mal ejemplo para inaugurar el día en que los senadores kirchneristas ascenderían a teniente general a César Milani. El jefe del Ejército fue acusado de cometer delitos de lesa humanidad por una organización tan oficialista como el Cels.
Ricardo Forster, uno de los juglares más fervientes del Gobierno, terminó de hacer trizas la narrativa kirchnerista. Escudado de repente tras la formalidad republicana, justificó el ascenso de Milani en que "no está procesado". Inesperado Forster: se acaba de arrepentir de los textos en los que condenó a los "socios civiles de la dictadura" que se aprovecharon de "la cacería de los lobos de la noche" para apropiarse de Papel Prensa. Ellos tampoco fueron procesados..